Época: Mundo islámico
Inicio: Año 650
Fin: Año 750

Antecedente:
El mundo islámico



Comentario

Es conveniente romper por un momento el hilo cronológico del relato para contemplar al Islam en su condición de nuevo espacio geohistórico, lo que nos facilitará algunas claves de comprensión fundamentales, especialmente valoradas por autores como M. Lombard, A. Miquel o X. de Planhol, aunque desde distintos puntos de vista. Las conquistas islámicas y la formación del nuevo imperio afectaron a regiones áridas o subáridas, "a una zona eremiana, situada entre la Europa templada y húmeda, el Asia monzónica y el Africa intertropical de modo que sus fronteras parecen coincidir ampliamente con las del nomadismo pastoril, o al menos con las de las regiones en que estos nómadas tuvieron influencia política" (Planhol). Es cierto que los avances más tardíos del Islam se produjeron de modo pacífico, a través de relaciones humanas y mercantiles, por ejemplo en Indonesia o en el África subsahariana, o mediante conquistas, en la India, pero siempre en condiciones muy distintas a la de la primera y gran expansión islámica.
¿Es posible deducir algunas consecuencias o constantes históricas de tales hechos? Los autores antes citados subrayan la fundamental condición del espacio islámico como continente intermediario, floreciente en tanto en cuanto sus ciudades y rutas caravaneras o marítimas dominaron las relaciones y el comercio con los ámbitos de civilización circundantes. Señalan también la fragilidad de la cultura y sociedad campesinas y el escaso aprecio en que se las tenía: "religión de ciudadanos y de comerciantes, propagada por nómadas, llena de desprecio hacia el trabajo de la tierra, el Islam es la expresión, en lo que toca a su actitud con respecto a la vida material, del medio geográfico y social de las ciudades caravaneras, donde ha nacido" (Planhol).

Estas afirmaciones contienen aspectos convincentes pero parece que simplifican con exceso la interpretación de la realidad. Es indudable que los nómadas tuvieron gran importancia en la primera expansión del Islam y, después, otros nómadas la alcanzaron en diversas épocas, pero su protagonismo cesaba frente a los sedentarios en cuanto se trataba de consolidar el asentamiento y organizar la nueva forma de vida. Eran un elemento de presión, pero ya actuaban así sobre las tierras de sedentarios próximas mucho antes de que el Islam apareciera, desde el primer milenio antes de Cristo, cuando se perfeccionó su encuadramiento en tribus y contaron con los medios de transporte adecuados -en especial los camellos- para desplazarse, depredar o conquistar rompiendo las fronteras de los pueblos sedentarios, en especial si funcionaban los mecanismos de crisis -pensemos en las sequías entre los años 591 y 640- o había modificaciones internas, como las causadas por la diversificación social y la complementariedad de intereses entre beduinos y mercaderes caravaneros en la Arabia de Muhammad. Aquellos nómadas de desiertos cálidos tendían a no instalarse en tierras con pluviosidad media o alta, a evitar las de montaña y bosque, que podían convertirse en zonas de refugio para poblaciones mal islamizadas, y se detenían ante los territorios habitados por poblaciones campesinas densas y coherentes de modo que el Mediterráneo, siempre según la expresión de Planhol, acabó convirtiéndose para ellos en una frontera estratégica y la forma y límites de la conquista en algunas tierras, por ejemplo las de Hispania, estuvo influida por los factores citados aunque también por otros de naturaleza diferente.

Más allá de Arabia o del Sahara, y después de la época de conquistas, la influencia de los nómadas era menor de lo que a veces se ha afirmado. Se manifestaba, por ejemplo, en la conservación de estructuras tribales, aunque fragmentadas y degradadas, entre los descendientes de los conquistadores, pues era una forma de cimentar su preeminencia social y de conservar su cohesión política e incluso de emplazamiento territorial. No volvería a haber intervenciones decisivas de nómadas hasta el siglo XI, tanto en el Magreb como en Oriente, pero en este último caso se trataba de nómadas muy distintos a los beduinos árabes: los turcomanos eran nómadas de tierras altas y frías, su modo de contacto con los sedentarios fue diferente, entre otras cosas porque eran nuevos adeptos al Islam y no sus propagadores iniciales, y sus capacidades guerreras también lo fueron pues a ellos se debe la ruptura de barreras montañosas insalvables hasta entonces, como la del Taurus, y la conquista de la Anatolia bizantina.

Para completar afirmaciones generales y liberarse de la unilateralidad interpretativa que comportan, es preciso comprender que en las tierras del Islam había profundas diversidades, como no podía ser menos en un espacio tan grande. M. Lombard distingue tres espacios macrorregionales: la región de los istmos, integrada por Arabia, Egipto, Palestina, Siria y Mesopotamia; el mundo iranio, de inmensos desiertos salinos y estepas áridas; y el occidente islámico.

La región de los istmos fue el mundo árabe por excelencia. En él, Arabia conservó su prestigio como cuna del Islam, sus funciones religiosas y también algunas culturales propias unas veces de la misma condición islámica -recordemos la importancia de la escuela jurídica malikí medinense-, otras de la tradición beduina y caravanera, como lo fueron la continuidad de la vieja poesía árabe o la educación de esclavos selectos en Medina. En Egipto, tierra de población densa con importantes minorías coptas no islamizadas y grupos de judíos, griegos y, más adelante, occidentales en Alejandría y otros centros mercantiles, se mantuvo un tipo de agricultura que nada tiene que ver con influencias nómadas, regido por el Nilo, rico en trigo, lino, papiro y, desde el siglo IX, en caña de azúcar y algodón pero escasísimo en madera y arbolado. El creciente fértil de Palestina, Siria y Mesopotamia, entre el Jordán, el Orontes, el Éufrates y el Tigris alcanzó uno de sus momentos históricos culminantes con la expansión de la agricultura de regadío durante el siglo IX, gracias al buen orden político, y las poblaciones, muy mezcladas étnicamente pero con preponderante herencia cultural semítica, no sólo islamizaron sino que se arabizaron profundamente: el Sudeste de la baja Mesopotamia o Huzistán era tierra pantanosa, dedicada al cultivo de la caña de azúcar con mano de obra esclava, mientras que más al Norte el Sawad, hasta las proximidades de Bagdad, se dedicaba preferentemente al arroz, trigo, cebada y palmeras datileras. La alta Mesopotamia o Gazira tenía muchos más oasis de regadío que en la actualidad y producía algodón y tejidos derivados, por ejemplo, las muselinas de Mosul. El enlace con Siria a través del codo del Eufrates estaba también sembrado de oasis en los que terminaban grandes rutas caravaneras desde Persia, y el mismo paisaje dominaba en Siria donde Alepo o Damasco se alzaban en oasis más extensos.

El Irán conservó su anterior división administrativa y su paisaje en el que contrastaban los puntos y oasis de regadío, sede de ciudades y agricultura intensiva, con los grandes espacios áridos recorridos por caminos de caravanas. Al Noroeste el Adarbayyán, con Rayy y TabIiz como centros más importantes, estaba separado del Mar Caspio por los montes Elburz; al Suroeste el Fars o Pérsida, sede de las antiguas capitales iranias como Pasagarda o Persépolis, famoso por sus textiles y por la importancia de las relaciones marítimas a través del Golfo Pérsico, organizadas, en general, a partir de Siraz, dado el carácter malsano de la costa; al Este y Suroeste, el Sigistán, atravesado por los caminos hacia la India, con algunas ciudades caravaneras de especial importancia como Kandahar; y, al Noreste, las tierras montañosas del Jurasan, fronterizas con el Asia Central: por ellas pasaba el camino o ruta de la seda jalonado por ciudades-oasis como Nisapur, Marv o Herat. Más allá, el Asia Central en torno a Bujara, Samarcanda y Kasgar, añadía a sus anteriores sustratos iranios los nuevos procedentes de la islamización. Dentro de su enorme extensión, Irán era un país complejo, con regiones marginales mal islamizadas y rebeldes, como Kurdistán y Luristán en el Noroeste, o las tierras de beluches y afganos en el Este, poco controlados a partir de los núcleos urbanos y caravaneros como Kabul o Gazna.

En el occidente islámico las dos zonas de más rápida e intensa islamización fueron Ifriqiya, al Este, tierra de antigua tradición urbana púnica y romano-bizantina, desde la que se controlaba el estrecho de Sicilia, y, el extremo Oeste del Magreb al-aqsa, antigua Tinguitania, mientras que los territorios intermedios conservaron durante mucho más tiempo sus peculiaridades culturales y religiosas bereberes y en ellos el Islam se extendió a partir de las rutas de enlace Este-Oeste: las que bordeaban el desierto del Sahara dieron lugar a ciudades caravaneras como Siyilmasa, desde las que partían los caminos que recorrían el desierto de Norte a Sur, o, muy posteriormente y más al Noroeste, Marrakech; la ruta de las mesetas centrales partía de Qairuán y fue jalonada por ciudades nuevas, foco de islamización y aculturación para las poblaciones beréberes, como Tahert, Tremecén o Fez; la ruta costera, la más frecuentada por su valor económico, cubría etapas entre ciudades portuarias antiguas o nuevas desde Túnez, Mahdiya (año 915), Bizerta y Bona (antigua Hipona), pasando por Bugía, Argel, Cherchell (antes Cesarea), Orán, fundada por gentes de al-Andalus, Ceuta y Tánger, hasta los puertos atlánticos: Arcila, Larache, Salé y Rabat, Mazagán, Agadir.